Hoy, más de siete décadas después, se enfrenta a una crisis diferente, pero igual de profunda. La amenaza ya no proviene de ideologías totalitarias, sino de la degradación ambiental, la desigualdad y el desencanto con la democracia. En este escenario, los criterios ambientales, sociales y de gobernanza (ASG) pueden ser el nuevo Plan Marshall del siglo XXI: un marco capaz de reconciliar la economía con el planeta para restaurar la confianza en las instituciones. Si hace 80 años se trataba de reconstruir Europa, ahora se trata de reconstruir el vínculo roto entre crecimiento y sentido.
La historia demuestra que los sistemas económicos sólo sobreviven cuando son capaces de renovarse. En 1947, George Marshall comprendió que el capitalismo debía demostrar su capacidad de generar prosperidad compartida para derrotar al extremismo; aquella iniciativa destinó más de 13,000 millones de dólares a la reconstrucción europea; no obstante, su verdadero valor fue simbólico, pues mostró que el poder económico podía ejercerse como cooperación y no como dominación. En apenas cuatro años, la producción industrial europea se recuperó y, más importante aún, resurgió la fe en la democracia liberal.
Actualmente, el capitalismo enfrenta una crisis similar. Como advierte Martin Wolf en La crisis del capitalismo democrático (2023), la globalización y el avance tecnológico concentraron la riqueza y debilitaron la confianza social, mientras que la política se volvió rehén de intereses económicos cada vez más estrechos. La consecuencia ha sido una fractura profunda entre élites y ciudadanos, terreno fértil para propuestas que prometen soluciones simples a problemas complejos. La economía, desconectada de su función social, genera una erosión progresiva de la cohesión cívica.
La democracia, debilitada por la desigualdad y el descrédito institucional, necesita que la economía vuelva a ser un instrumento de bien común, pero el capitalismo también necesita de la democracia para garantizar estabilidad, Estado de derecho e innovación. Si uno cae, el otro no sobrevive. Esta interdependencia explica por qué el pensamiento contemporáneo empieza a concebir los criterios ASG como la arquitectura de un capitalismo renovado, no como una moda regulatoria. En otras palabras, estos criterios representan el intento más serio de los últimos cincuenta años por dotar al mercado de una mirada de largo plazo.
Desde que el Informe Brundtland (ONU, 1987) definió el desarrollo sostenible como aquel que satisface las necesidades del presente sin comprometer las del futuro, el concepto ha evolucionado hasta convertirse en un paradigma económico. La sostenibilidad ya no se limita al medio ambiente; abarca también la justicia social, la transparencia y la responsabilidad corporativa. En palabras de John Elkington, creador del concepto “triple bottom line”, ha llegado la era de los “cisnes verdes”, innovaciones que generan valor económico precisamente porque resuelven problemas sociales y ecológicos. Las empresas del futuro no serán las que maximicen beneficios en el corto plazo, sino las que logren armonizar su rentabilidad con el bienestar colectivo.
El modelo ASG encarna esa visión, ya que integra el desempeño en estos tres aspectos como variables estratégicas y no accesorias. Las compañías que lo adoptan no sólo reducen riesgos regulatorios o reputacionales, sino que se preparan para un entorno donde los mercados premiarán la coherencia y castigarán la indiferencia. Larry Fink, presidente de BlackRock, lo sintetizó con claridad: “El riesgo climático es riesgo financiero”. Su mensaje anual a los CEO del mundo marcó un punto de inflexión, pues refiere que la sostenibilidad no es una restricción al capital, sino su nueva fuente de legitimidad. En este contexto, los criterios ASG funcionan como un nuevo contrato social entre empresa y sociedad.
En Misión economía (2021), Mariana Mazzucato sostiene que los grandes desafíos globales (transición energética, salud y desigualdad) deben abordarse como misiones colectivas, no como externalidades. Su propuesta recuerda el espíritu del Plan Marshall: una cooperación público-privada orientada a metas de largo plazo. La diferencia es que ahora la reconstrucción no se mide en edificios ni fábricas, sino en biodiversidad preservada, energía limpia y cohesión social. Las “misiones” que ella plantea suponen una economía orientada por propósito, donde el valor no se extrae, sino que se crea de forma colaborativa.
En este marco, la contabilidad, las finanzas y la gestión corporativa, tradicionalmente centradas en el retorno monetario, comienzan a incorporar métricas de sostenibilidad que revelan el verdadero costo y valor de las decisiones empresariales. Las normas del International Sustainability Standards Board (ISSB) o los Estándares Globales sobre Impactos de la Sostenibilidad (GRI, por sus siglas en inglés) son intentos de medir esto.
Por primera vez desde la Revolución Industrial, la empresa es evaluada no sólo por lo que produce, sino por cómo lo hace. Esta transformación metodológica es también filosófica, ya que redefine la noción de éxito, del beneficio inmediato al impacto duradero.
Frente a la crisis climática y al desencanto político, el mundo necesita un nuevo pacto económico y moral. Así como en 1948 Estados Unidos de América comprendió que no podían prosperar rodeados de ruinas, hoy los empresarios deben reconocer que no pueden sostener su rentabilidad sobre un planeta exhausto ni sobre sociedades fragmentadas.
Los temas ASG no son un acto de filantropía, son el seguro de vida del capitalismo democrático y la promesa de un sistema que decide madurar para hacerse responsable de sus consecuencias. Si el siglo XX consolidó la economía del consumo, el siglo XXI deberá consolidar la economía del cuidado.
El Plan Marshall fue un gesto de audacia política que demostró que la economía puede ser un instrumento de reconstrucción moral. Los criterios ASG (correctamente entendidos) representan esa misma audacia adaptada a los tiempos actuales, es decir, una estrategia global para reconciliar el capital con la justicia social y la sostenibilidad ambiental. Entonces, el desafío no es sólo técnico, sino ético: recuperar la confianza en que el progreso puede ser equitativo y que la prosperidad no requiere devastar lo que nos sostiene.
No se trata de salvar al planeta por altruismo, sino de garantizar las condiciones mínimas para que la libertad y el mercado sobrevivan. El futuro del capitalismo depende de su capacidad de incorporar límites, propósito y responsabilidad. En última instancia, los criterios ASG son una invitación a repensar la economía como un acto de convivencia y no de competencia salvaje. Si el siglo XX demostró que el capitalismo podía reconstruir naciones, el siglo XXI debe probar que también puede regenerar el mundo.
El modelo ASG no es un destino, sino el comienzo de una nueva travesía, el Plan Marshall de nuestra era; una empresa civilizatoria que exige liderazgo y cooperación, los mismos ingredientes que hace 70 años devolvieron al mundo su fe en la humanidad.
La capacidad de adaptarse y gestionar eficazmente los retos por parte de la dirección general es fundamental para el éxito de las organizaciones.
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