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Vehículos de inversión en México: arquitectura financiera en evolución

En un entorno donde el capital exige visión, transparencia y propósito, México cuenta con vehículos de inversión capaces de responder a las exigencias.

Vehículos de inversión en México: arquitectura financiera en evolución


N83005
Lic. Santiago Salinas Giordano Dir. Relaciones Institucionales y Gobierno en BIVA
Espacio BIVA 23 de mayo de 2025

La sofisticación de un mercado no se mide sólo por su volumen operado o el número de emisoras activas (empresas que cotizan en las bolsas), sino también por la diversidad y solidez de sus vehículos de inversión. En los últimos años, el ecosistema financiero mexicano ha experimentado una transformación estructural (no abrupta, pero sí constante).

Esta transformación se ha manifestado en el crecimiento de herramientas como los Certificados de Capital de Desarrollo (CKD, por sus siglas en inglés), Certificados Bursátiles Fiduciarios de Proyectos de Inversión (CERPIS), Fondos Cotizados en Bolsa (ETF), Fideicomisos de Inversión en Bienes Raíces (FIBRAs) y los bonos etiquetados o sostenibles (particularmente, aquellos con vocación ambiental o social).

Más allá de su mecánica operativa, estos instrumentos representan una nueva lógica de asignación de capital. Por un lado, responden a un apetito de riesgo para cada inversionista y, por otra parte, dan respuesta a una visión de largo plazo que privilegia estructuras eficientes, exposición diversificada y, cada vez más, una alineación con principios de sostenibilidad.

La evolución de los ETF es una clara muestra de esta reconfiguración. En la Bolsa Institucional de Valores (BIVA), más de 200 ETF (en su mayoría, con origen internacional) se han listado en los últimos tres años, lo que permite al inversionista mexicano acceder a estrategias globales desde una plataforma local, bajo reglas homogéneas y con transparencia operativa.

Este tipo de instrumentos, además de facilitar la participación en sectores estratégicos como tecnología, salud o energías limpias, democratiza el acceso a vehículos que, históricamente, eran reservados a inversionistas sofisticados. Su crecimiento no sólo es cuantitativo, sino simbólico, pues representa la consolidación de una cultura financiera más moderna, flexible y global.

En paralelo, los FIBRAs han mantenido su atractivo como vehículos que combinan la exposición a activos reales (bienes raíces) con rendimientos estables, muy valiosos en contextos de incertidumbre macroeconómica. En BIVA se han listado ocho FIBRAs que abarcan sectores industriales, comerciales y turísticos, alineadas con el dinamismo inmobiliario del país.

Que los vehículos de inversión se desarrollen, se utilicen y se fortalezcan será tarea compartida entre emisores, inversionistas, autoridades y plataformas.

Según cifras de la AMEFIBRA (Asociación Mexicana de FIBRAs Inmobiliarias), estas estructuras concentran un valor de capitalización cercano a 1.5 billones de pesos, lo que refleja su peso creciente dentro del sistema financiero nacional. Más allá del monto, el dato ilustra el papel que juegan los FIBRAs no sólo como instrumentos financieros, sino como catalizadores de desarrollo económico regional y de formalización del capital inmobiliario.

Pero quizá la expresión más clara del cambio cultural en los mercados sea la expansión de los bonos etiquetados. México ha asumido un rol activo en la región al emitir bonos verdes, sociales, de género y sustentables que responden a estándares internacionales de impacto.

Un caso significativo fue la colocación del primer bono azul del país, realizada en noviembre de 2024 por el Banco de México (Banxico) a través de FIRA (Fideicomisos Instituidos en Relación con la Agricultura) por un monto de 4,500 millones de pesos; su destino fue financiar actividades de pesca y acuacultura sostenible en un marco técnico avalado por organismos multilaterales y con una sobredemanda cercana a tres veces el monto ofertado. Más allá de su éxito de colocación, el bono azul representa un punto de inflexión, pues la sostenibilidad ya no es una narrativa periférica, sino un criterio real de evaluación de riesgo y asignación de capital.

Estos desarrollos han ocurrido en un contexto de ampliación acelerada del universo de inversionistas. De acuerdo con la Asociación Mexicana de Instituciones Bursátiles (AMIB), en 2019 existían menos de 300,000 cuentas de inversión individuales registradas en casas de bolsa en México; hoy en día, esa cifra superó los 15 millones. Este crecimiento no es sólo exponencial, sino que es estructural y habla de un cambio de mentalidad, así como del surgimiento de una cultura de inversión que apenas comienza a tomar forma.

Aunque buena parte de este fenómeno ha sido impulsado gracias a las plataformas digitales, el desafío ahora es mayor: convertir ese interés masivo en participación informada y en un compromiso de largo plazo.

En este nuevo contexto, el papel de las Administradoras de Fondos para el Retiro (Afore) será aún más determinante. Al cierre de febrero de 2025, estas entidades administraban 7.1 billones de pesos, equivalentes a 20.3% del Producto Interno Bruto (PIB) nacional; se estima que, para 2030, esta cifra podría alcanzar entre 35 y 40% del PIB. Este crecimiento presenta una oportunidad estratégica para canalizar capital hacia sectores históricamente excluidos del financiamiento institucional, como las Pequeñas y Medianas Empresas (Pymes).

No obstante, el tamaño mínimo de los tickets, superiores a 1,000 millones de pesos, dificulta esta inversión. Para resolverlo, es indispensable crear un nivel intermedio de administradores, es decir, fondos especializados, asesores en inversiones y vehículos tipo hedge funds, capaces de estructurar portafolios diversificados, dispersar riesgo y operar bajo esquemas flexibles (pero regulados). La reciente evolución regulatoria, incluida la incorporación de emisiones simplificadas y nuevas disposiciones para hedge funds, ya apunta en esa dirección.

La sofisticación de un mercado no se mide sólo por su volumen operado o el número de emisoras activas, sino también por la diversidad y solidez de sus vehículos de inversión.

En su conjunto, estos elementos configuran una arquitectura de mercado en evolución, la cual responde a los desafíos globales (volatilidad geopolítica, transiciones energéticas o fragmentación comercial) desde una plataforma nacional que se ha esforzado por mantenerse moderna, competitiva y alineada con estándares internacionales.

Conclusiones

No se trata de asumir un optimismo ingenuo, pero sí de reconocer señales estructurales que apuntan en la dirección correcta. En un entorno donde el capital exige visión, transparencia y propósito, México cuenta hoy con vehículos capaces de responder a esas exigencias. Que esos vehículos se desarrollen, se utilicen y se fortalezcan será tarea compartida entre emisores, inversionistas, autoridades y plataformas (como BIVA), que entienden que un buen mercado no se impone, se construye.

A medida que esta arquitectura continúa consolidándose, será clave explorar nuevos frentes: cómo financiar de (manera efectiva) a los gobiernos subnacionales, cómo traducir el ahorro institucional en impacto local y cómo diseñar mecanismos que logren alinear la rentabilidad con el desarrollo.icono final



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